Todas las ciudades laten con su propio flujo cambiante. Aunque algunos movimientos son imperceptibles para la mayoría, porque no los entendemos o no les prestamos suficiente atención, los cambios son permanentes y no se detienen. Nunca una ciudad es la misma, como los ríos en la perspectiva de Heráclito, que sostenía que nadie se baña dos veces en el mismo río.
Las metrópolis modifican su ritmo según la hora, el día o el mes, y estas variables están a su vez atravesadas por otras macro y micro alteraciones. Las macro pueden ser las estaciones del año, el clima, los días especiales, como festividades, feriados, elecciones, huelgas, etcétera, y las micro se multiplican exponencialmente: desde cortes de calles, protestas públicas, procesiones, actos y espectáculos, hasta baches, pérdidas de agua o anegamientos, cortes de energía, caída de árboles o puentes, entre otras miles de variantes que rompen invariablemente ese “flujo normal”, que nunca lo es.
Después se suman los asuntos personales, como el trabajo, el estudio, las enfermedades, las diferentes necesidades, el medio de transporte que utilizamos o incluso nuestro estado de ánimo, que perturban la propia visión respecto del resto de las combinaciones externas.
No es la misma ciudad un domingo a las 8 de la mañana que un martes a las 20. Ni siquiera es la misma ciudad un domingo a las 8 de la mañana de enero que de agosto, o que caiga 1° de mayo, 25 de diciembre o que sea un domingo con elecciones políticas.
Casi podríamos afirmar que ninguno de los 52 domingos del año (pueden ser 53 si es bisiesto) es idéntico a otro, incluso a la misma hora. Podría jugar tu equipo favorito, o no jugar, recibir visitas o visitar, salir de paseo, hacer frío o mucho calor. No es lo mismo un domingo en Villa 9 de Julio cuando juega Atlético, o en Ciudadela cuando es local San Martín.
Una ciudad soporta decenas de miles de micro y macro transformaciones sin pausa, como un bombardeo constante de átomos invisibles o de meteoritos gigantes.
Datos y más datos
Cada alteración de la rutina metropolitana arroja información, datos. Pueden ser urbanísticos, políticos, socioeconómicos, sanitarios, educativos. Infinitos datos, muy útiles si se saben interpretar, sobre todo para los administradores de la cosa pública, pero también para los particulares. Y mejor si pueden anticiparse, como un comerciante con el Día del Padre, o el almacenero que se encuentra a media cuadra de un estadio y sabe que mañana hay partido, o el trabajador que conoce con antelación que en unos días habrá paro de colectivos.
Estas son variaciones bastante obvias. Existen otras que dan cuenta de hechos sociológicos, urbanísticos o económicos mucho más profundos.
Una huelga, por ejemplo, nos arroja innumerable información. Política y gremial, por el nivel de acatación, por ejemplo; económica, por su impacto en la actividad; social, por su influencia en la vida diaria; y así podemos continuar largo rato con la enumeración de datos sociológicos que se desprenden de una simple huelga.
Uno de los sectores que más estudia y atiende estas variables es el turismo, algo que, también, es bastante obvio. Para un hotel no es lo mismo un sábado cualquiera, que un sábado de verano, o un sábado que esté dentro de un fin de semana largo.
Los tucumanos somos expertos, por ejemplo, en saber cuánto impacta un paro de colectivos en el flujo de la ciudad. O un 9 de Julio en la cotidianeidad. Pero incluso ningún 9 de Julio es igual a otro: dependerá de los gobiernos de turno, provincial y nacional; del día de la semana que toque; de qué tan saludable esté el turismo; de si cae en vacaciones de invierno o no, entre otros factores.
El peso del Estado
Hasta acá vimos variables del flujo urbano bastante evidentes, aunque incluso los cambios más obvios en la actividad, como un feriado, una hora o una estación del año, analizados con más profundidad arrojan información impensada y, a veces, sorprendente. Sobre lo que es conveniente hacer o no hacer, a corto, mediano o largo plazo.
Hace un mes hicimos un trabajo de campo. Ni siquiera podemos llamarle estudio ni mucho menos investigación. Fue apenas una observación periodística, un tanto más atenta que lo habitual.
El 27 de junio se celebró el Día del Trabajador del Estado, también llamado del trabajador estatal, o del empleado público. Se conmemora en todo el mundo y fue impulsado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 1978.
Argentina ratificó este convenio en 1987, pero no fue sino hasta 2013 en que se convirtió en ley y se dispuso que fuera un día de descanso para todos los empleados públicos, excepto para los sectores esenciales, como las fuerzas de seguridad o de la salud.
El resto de la administración pública no trabaja. Un populoso segmento que en su mayoría es bastante privilegiado, porque es el único que es alcanzado por absolutamente todos los recesos: vacaciones, feriados y feriados “puente”, festividades, aniversarios…
Ese día del mes pasado realizamos dos recorridos en bicicleta por la ciudad, dentro y fuera de las cuatro avenidas. Uno a la mañana y el otro a la tarde.
Recogimos varios datos interesantes. Si bien la actividad privada se desarrolló con normalidad, el “silenciamiento” del micro y macrocentro fue notorio. Y pese a que Tucumán cuenta con uno de los microcentros comerciales más potentes del país.
Sin llegar a los niveles de un feriado, la mejoría del tránsito fue evidente. Menos autos y motos, menos peatones y, según la hora, menos pasajeros en los colectivos. No sabemos cómo impactó en los taxis, pero suponemos que debe haberse replicado el efecto general.
De esta observación superficial se desprenden dos conclusiones contundentes. La primera es que el número de trabajadores estatales en Tucumán es muy importante, lo suficiente como para alterar sensiblemente el tráfico, al menos en la capital.
La segunda es que la administración pública nacional, provincial y municipal están hípercentralizadas dentro de las llamadas cuatro avenidas de la ciudad, o sobre ellas (Legislatura, Fuero Penal, Dirección de Tránsito, etc). A medida que nos íbamos alejando de este cuadrante urbano el tránsito tendía a normalizarse, aunque sin llegar a igualar el flujo de un día “normal”.
Dicho en criollo: el Estado, en todas sus formas, jerarquías y dimensiones, tiene mucha gente, al punto que su actividad o inactividad modifica notoriamente el flujo de la ciudad, y esa gente está casi toda amontonada en el macrocentro.
Oportunidades desperdiciadas
Sería interesante que el próximo 27 de junio, algunos urbanistas o expertos en la materia aprovecharan para realizar mediciones más científicas sobre el impacto que tiene el movimiento estatal en la vida de la metrópolis, en su salud, en su ordenamiento. En su ruido, en su silencio, en su contaminación, en sus embotellamientos, en el tiempo que se pierde o se gana para trasladarse o para realizar gestiones.
Y no sólo el 27 de junio, sino el resto de los días, horas o meses donde las diferentes variantes modifican la circulación metropolitana.
El Centro Cívico que diseñó César Pelli, y por el que ya se gastaron millones de dólares, era un principio para desagotar de empleados públicos el centro de la capital, al menos en parte. Era sólo un comienzo para empezar a mejorar la calidad de vida del Gran Tucumán. Después existen decenas de otras alternativas y soluciones menos onerosas, y más creativas, para mejorar el estándar urbanístico. Y cientos de preguntas que debemos hacernos los tucumanos para entender por qué la ciudad se vuelve cada año menos habitable, menos respirable, menos disfrutable, más injusta y desigual. ¿Por qué la oficina central de la Anses, que genera cuadras de colas de gente todos los días, se encuentra en la neurálgica 25 de Mayo y Córdoba? ¿Por qué los tribunales federales están en la incomodísima esquina de Las Piedras y Congreso? ¿Por qué la Dirección de Rentas o el Registro Civil, oficinas que convocan multitudes, de uno y otro lado del mostrador, se ubican en la congestionada 24 de Septiembre? ¿Por qué? ¿Por qué? Decenas de respuestas que nos debemos los tucumanos para entender las causas de un evidente e imparable deterioro urbano.